El carnaval de Namora

Por José María Arguedas
(Desde 1938, José María Arguedas —Andahuaylas, 18 de enero de 1911 – Lima, 2 de diciembre de 1969— colaboró en las ediciones dominicales de “La Prensa” de Buenos Aires; el 27 de abril de 1941 publicó allí “El Carnaval de Namora”, que incluía fotografías. El mismo artículo fue publicado en 1960 en “El Comercio” de Lima).
Una pequeña cumbre separa el valle peruano de Cajamarca del de Namora. Desde esa cumbre se ve, en toda su hermosura y en toda su magnitud, el gran valle de Cajamarca. Limitando las chacras de maíz y de alfalfa, o formando manchas oscuras y compactas, se levantan en toda la extensión del valle árboles rectos y frondosos de eucaliptus. Los árboles escalan los cerros, hasta muy arriba, alegrando los sembradíos que se extienden en la falda de las montañas, por todos los límites del campo. Entre los eucaliptus que sombrean el valle, se ven a trechos y a veces formando cuadros, árboles amarillos de sauce, más bajos y más rectos; sin mecerse tanto, con el viento, los sauces, ramosos y cubiertos de hojas desde su base, matizan el verde oscuro de los eucaliptus; y entre los claros que dejan los árboles grandes, orillando los caminos, junto al río que serpentea brillante sobre el verdor iluminado de todas las chacras. el tallo del maguey, con sus brazos florecidos en varios círculos, hasta terminar en una gran flor blanca cuya corola se distingue todavía desde esta cumbre que separó Namora de Cajamarca.
En las alturas del valle y en las lomadas que separan pequeños valles adyacentes al verdadero de Cajamarca, en un campo sin árboles, crecen los trigales, muy verdes y pequeños todavía en estos meses de lluvias; el viento levanta ondas sobre los trigales; y a pesar del cielo nublado y húmedo, aquí, en la lomada, los trigales y los arbustos., la tierra roja, amarilla y cobre del camino y del campo erizado, se ven como iluminados por una claridad límpida y profunda, claridad que parece infundir su serenidad y su ternura hasta lo más íntimo del espíritu que se siente como parte de este cielo y de este aire, de esta luz que no necesita del sol para alumbrar, iluminando lo más hermoso del paisaje.
Tras de la lomada, en la cabecera de Namora, un pedregal oscuro de rocas enhiestas, que forman un tumulto extraño, como de leyenda, orillan el camino. Flores amarillas de sunchu crecen en todos los límites de los trigales; en el campo, el sunchu hace contraste con el morado y el azul de las flores silvestres que en este tiempo cubren los cerros y las quebradas.
EL VALLECITO DE NAMORA…
El vallecito de Namora comienza con maizales cercados por árboles verde capulí y de eucaliptus; junto a los árboles, el maguey levanta sus flores hasta la altura de los frutos del capulí y de los sauces.
Algunas casas, cuyo blanqueo brilla con el sol, que ha vuelto a salir por un claro de las nubes, anuncian ya el pueblo. Frente a las casas, en el suelo del camino, grupos de cholos tocan guitarra y cantan. Pasamos rompiendo filas de campesinos, que van despacio, y cantando, al pueblo.
Casi de repente entramos a Namora. La plaza comienza por una especie de calle que se ancha, siempre en bajada, forma un pampón orillado por casitas de corredor y se cierra casi en punta, y allí termina el pueblo; por la calle de salida se va la acequia de agua que cruza un extremo de la plaza, el agua corre por un callejón angosto sombreado por árboles de capulí y de sauce; en la misma esquina se abre otro callejón más ancho y limpio que va hacia la izquierda. Los dos caminos desembocan en la plaza. El pueblo no tiene iglesia, falta la cruz grande que siempre se ve apoyada en la fachada de todas las iglesias de los pueblos. El sol que alumbra desde un claro de las nubes dora la copa de los árboles y llega siempre a las paredes blancas y al suelo húmedo de la plaza.
Aquí están los cholos del norte, vestidos de blanco, con sus sombreros de paja, cantando en castellano, en la plaza de su pueblo. La plaza, que es todo el pueblo, vibra; en el pampón, junto a las ramadas, a la puerta de las tienditas, o llegando de los caminos de entrada y cruzando con paso solemne todo el pampón, cantan fuerte todos. Y con guitarra.
La música es india; es un sonsonete que repiten millares de voces cambiándole siempre la letra; es un sonsonete de carnaval, que recuerda mucho al gran carnaval de los pueblos indios de Ayacucho y Apurímac; es el del mismo estilo, tiene el mismo genio del canto de carnaval indio, porque el carnaval es un verdadero género de música en el Perú. Pero este de Namora, del norte, parece como mutilado y empobrecido, no tiene la fuerza y la gran riqueza musical del carnaval apurimeño. En la guitarra rasgan el acompañamiento, en un temple casi idéntico al que emplean en Ayacucho y Apurímac, cuando tocan el carnaval en guitarra; pero este canto de Namora es un sonsonete que jamás varía. Y, sin embargo, la plaza vibra, nos sentimos exaltados por este rumor de fiesta que domina el aire y el cielo del pueblo.
CANTAN EN CASTELLANO…
Cantan en castellano, improvisando casi siempre la letra, y todos con guitarra. Son cholos; de indios, les queda sólo la música y lo que ella significa; cierran los ojos, y con un semblante de absoluta indiferencia, cantan por parejas; tal parece, cuando se les mira, que cantaran dormidos, como olvidados del mundo y hasta de sí mismos; y así es aún cuando cantan caminando en las calles o cruzando la plaza; uno de ellos rasga la guitarra y ambos cantan, y van al paso, a veces bastante rápido, al compás de la música, pero indiferentes, diciendo la letra del canto como en sueños; y como son generalmente bajos, pronto se les ve pequeñitos a lo largo de la gran plaza de Cajamarca o perdiéndose en los callejones que salen de Namora; caminando al compás, con los sombreros de paja alones y su ropa blanca divisándose clara y limpia entre los árboles que cruzan sus ramas sobre los muros del callejón.
De pronto, la voz de las guitarras, que parecen dominar en el pueblo, son como acalladas por el sonido de la tinya y por la voz .del pinkullu. Algún indio que entra a la plaza tocando sus instrumentos nativos. Aquí, en Namora, el indio es minoría; entra solo, cruzando el aire del pueblo con la voz aguda y autóctona de su pinkullu, solito, o seguido de su mujer, pasa entre la multitud vestida de género blanco; o se queda un rato tocando su carnaval en la plaza del pueblo.
Es el mismo sonsonete, pero tocado en pinkullu y acompañado de la tinya se oye distinto, tiene más vida y fuerza; la tinya eleva el tono del pinkullu, y aunque es solo voz de tambor sobre el que vibra una cuerda de tripa, parece que sonara grueso y duro, primitivo y áspero, para que el pinkullu llore límpido y humano, agitando la alegría en el corazón de los que van a la fiesta, y hasta en los árboles que rodean al pueblo y en el cielo, en las nubes, y en las estrellas, si es de noche.
El pinkullu y la tinya son los instrumentos del carnaval indio en Cajamarca, en el Centro y en el Sur, pero los de Cajamarca les llaman “flauta” y “caja”; la flauta sólo tiene tres agujeros y un solo hombre toca ambos instrumentos: con una mano la tinya y con la otra el pinkullu; además, el pinkullu de Cajamarca es mucho más chico y delgado; el de Cuzco es el más grande: mide casi un metro y, como la quena, tiene seis agujeros adelante; se parece al de Cajamarca en que ambos son de palo de sauco; los de Ayacucho y Apurímac son de carrizo dé la montaña, del “mámacc”, y como el carrizo es mucho más compacto y duro, su voz es más sonora y limpia. En Ayacucho y Apurímac los hombres tocan el pinkullu y las mujeres la tinya.
En las plazas de los pueblos de Ayacucho y Apurímac reinan la tinya y el pinkullu toda la semana de carnaval, y desde un mes antes anuncian de los cerros, desde la cabecera de los maizales, la llegada de la fiesta; en los días de lluvia, entre el ruido del aguacero y de las avenidas que bajan arrastrando tierra de las cumbrés, la voz del pinkullu llega a los pueblos, anunciando, llamando, preparando el ánimo de la gente para el “pukllay”, para los días de canto y de danza sin medida y sin temor, en la plaza, frente a las iglesias, en todas las calles; libres para la alegría y el olvido, para el baile en masa.
Por eso la música del carnaval en Ayacucho y Apurímac es como un himno, y cuando lo cantan, entrando a las plazas o reunidos en los pampones de los ayllus, arrastra y domina, enardece y levanta la alegría en el corazón más huérfano, incendia el entusiasmo y reúne a la multitud. Es el canto máximo de la comunidad que se abandona al goce absoluto durante tres días.
EN NAMORA CANTAN POR GRUPOS…
En Namora cantan por grupos o por parejas, con los ojos cerrados, o con cierto aire de desafío, levantando las guitarras hasta el pecho. Pero este coro disperso en grupos y parejas domina la plaza, llega lejos y entusiasma.
Han seguido entrando grupos de carnavaleros a la plaza; con sus largos ponchos oscuros, casi todos de un solo color; y las puntas de adelante tiradas sobre el hombro; se han reunido algunos a la puerta de las tiendas para cantar de pie.
El sol del atardecer ha empezado a enrojecer las nubes del oriente, el resplandor de las nubes se refleja en las paredes blanqueadas del pueblito, en los árboles y aún en la tierra de la plaza. A la luz del crepúsculo el canto y la voz de las guitarras se oyen mejor. Por el callejón ancho de la carretera llegan a galope tres montados, con las guitarras en alto; emponchados y con anchas bufandas al cuello; paran de golpe sus caballos, a la entrada de la plaza, la miran, de arriba abajo y a lo ancho, hincan las espuelas después y toman el otro callejón angosto para irse; los caballos salpican el agua de la acequia con sus cascos, y corren a todo galope bajo los árboles; los tres montados se pierden entre la arboleda, en la luz opaca y dulce del crepúsculo, siempre con las guitarras en alto, como en los cuentos. Este espectáculo no se ve nunca en el sur, y por eso nos sorprende y nos cautiva.
(“La Prensa ”, Buenos Aires, 27 de abril de 1941).
Imagen: José María Arguedas, invitado de honor II Feria Virtual “Perú, contigo leo”: All Art-arte total, 2021.